Por Ricardo Alarcón de Quesada
La edición cubana de éste, uno de los más recientes libros de Louis
A. Pérez Jr., se suma a la fértil cosecha de quien es profundo
estudioso de Cuba y de sus vínculos con Estados Unidos. Su
publicación tiene especial importancia ahora cuando el
restablecimiento de las relaciones diplomáticas provoca tantos
comentarios, especulaciones y también no pocas ilusiones. A ese tema,
el de nuestra posición hacia el poderoso vecino, dedicó Martí
reflexiones que siempre tendrán plena vigencia, entre ellas su
recomendación de examinar con ojos judiciales lo que era y habría de
ser cuestión determinante para la suerte de la nación cubana.
El Apóstol era todavía un adolescente cuando el Padre de la Patria
descubrió que
“apoderarse de Cuba”
era
“el secreto de la política
norteamericana”
y que para llevarlo a cabo buscarían el momento más oportuno y las
condiciones más propicias. A ese cálculo frío y actitud malévola se
referiría Martí quien conoció como pocos aquella sociedad y alertó a
tiempo el peligro mortal que encerraba para Cuba.
El libro de Louis A. Pérez, fruto también de un conocimiento a fondo
de la sociedad norteamericana, es resultado de una investigación
minuciosa que abarca todos los terrenos, desde la política hasta la
vida cotidiana, incluyendo las más diversas manifestaciones de la
cultura.
Su lectura puede sorprender a quienes han reducido el tema a las
contradicciones coyunturales y desavenencias que enfrentaron a dos
buenos vecinos a partir de la Revolución cubana de 1959, el llamado
“diferendo”,
eufemismo muy abusado a ambos lados del estrecho de la Florida.
“Cuba in the American
imagination”
prueba que se trata de algo mucho más complejo y antiguo, anterior
al surgimiento de la nación cubana. Su origen se remonta a los años
inmediatamente posteriores a la independencia de las Trece Colonias
y ha perdurado, como una constante invariable, a lo largo de más de
dos siglos, durante todo el proceso de formación, expansión y
desarrollo de los Estados Unidos.
La idea de que Cuba les pertenecía, que su incorporación era
necesaria para la existencia misma de la Unión Norteamericana y en
consecuencia, era obligación inevitable de ésta decidir el futuro de
la Isla, es el verdadero punto de partida para entender la dinámica
de las relaciones entre los dos países desde entonces hasta hoy.
Esa idea, acompañada de una visión distorsionada de la realidad de
Cuba y los cubanos, siempre paternalista y discriminatoria y muchas
veces racista, estará presente en los discursos de estadistas y
políticos, en editoriales, caricaturas, y artículos periodísticos,
en disertaciones académicas, en libros, sermones, poemas y canciones
y también, por supuesto, en documentos oficiales y confidenciales.
La pretensión de dominar a Cuba, claramente manifestada en estos
últimos, requería contar con el apoyo o la aquiescencia del pueblo
norteamericano en el seno del cual siempre hubo simpatías y
sentimientos amistosos hacia los habitantes de un país cercano a
ellos por muchos motivos. Controlar y dirigir la mente de ese pueblo
ha sido objetivo permanente para los dueños de Estados Unidos.
El resultado lo resume el autor:
“Cuba ocupaba mucho
niveles dentro de la imaginación norteamericana, frecuentemente
todos a la vez, de ellos casi todos funcionaban al servicio de los
intereses de Estados Unidos. La relación norteamericana con Cuba era
por sobre todas las cosas servir de instrumento. Cuba –y los cubanos-
eran un medio para alcanzar un fin, estaban dedicados a ser un medio
para satisfacer las necesidades norteamericanas y cumplir los
intereses norteamericanos. Los norteamericanos llegaban a conocer a
Cuba principalmente por medio de representaciones que eran por
completo de su propia creación, lo cual sugiere que la Cuba que los
norteamericanos escogieron para relacionarse era, de hecho, un
producto de su propia imaginación y una proyección de sus
necesidades. Los norteamericanos rara vez se relacionaban con la
realidad cubana en sus propios términos o como una condición que
poseía una lógica interna o con los cubanos como un pueblo con una
historia interior o como una nación que poseía su propio destino.
Siempre ha sido así entre Estados Unidos y Cuba
[1].”
La raíz de ese modo de representarse a Cuba –y también al resto del
mundo- era la representación que los norteamericanos han hecho de sí
mismos, producto igualmente de su propia imaginación. El primer gran
mito es el de atribuir un carácter revolucionario a las acciones de
los propietarios de las Trece Colonias para independizarse de la
Corona Británica. Indagaciones posteriores revelan que el proceso
tuvo como motivaciones principales el interés de los colonos en
extender su dominio sobre territorios ubicados más allá de los
límites geográficos establecidos por Londres y la preocupación ante
el avance indetenible en la metrópolis de los sentimientos
abolicionistas que amenazaban con poner fin, cual sucedió, al
tráfico y la explotación del trabajo esclavo. Entre los que
enfrentaron a su Majestad Británica había representantes del
pensamiento más avanzado de la época, como Tom Payne y sectores
populares que aspiraban a cambiar también la estructura de la
sociedad colonial, pero fueron derrotados y reprimidos por los
Padres Fundadores y sus continuadores. No exagera el profesor Gerald
Horne cuando titula uno de sus estudios más recientes
“La Contrarrevolución de 1776”.
El otro gran mito es el que vincula a la nueva república con la idea
de la democracia. Este resulta particularmente notable pues desde el
principio Hamilton, Madison y Jay se empeñaron en demostrar lo
contrario e insistieron en asegurar que su Constitución garantizaría
que el país fuera siempre gobernado por sus amos, los dueños de sus
riquezas materiales.
Esos mitos conjugados animan la idea de la
“excepcionalidad”
norteamericana y el carácter mesiánico, providencial, de su papel en
la Historia. Esa creencia ha sustentado el discurso de todos los
gobernantes desde Washington hasta Obama. La eficacia de su
proyección es obvia. Con él han logrado embriagar, hasta el
embrutecimiento, a un muy amplio sector de su población y a no pocos
en otros países.
La función del lenguaje, y la comunicación como instrumentos de
control político, con diversas y cada vez más sofisticadas técnicas,
alcanzan ya un poder del que resulta difícil escapar. Hace casi
medio siglo Brzezinski vaticinó que las nuevas tecnologías serían
capaces no sólo de
“manipular las emociones”
sino también de
“controlar la razón”
del hombre contemporáneo.
Cuando en fecha tan temprana como 1805 Thomas Jefferson diseñó un
destino para Cuba, que en su convicción más profunda era
indispensable para el futuro de su propio país, definió al mismo
tiempo la estrategia para conseguirlo. Estados Unidos tendría que
apoderarse de Cuba pero antes deberían existir las condiciones que
lo facilitasen.
Entonces la soberanía norteamericana no iba más allá del
Mississippi. Las dos Floridas, desde el gran río hasta el Atlántico,
seguían bajo la autoridad española. Cuba y Estados Unidos no eran
aun vecinos.
Transcurrió casi una centuria durante la cual los sucesores de
Jefferson no se limitaron a esperar. Intentaron comprar la Isla,
mantuvieron a raya las apetencias respecto a ella de otras potencias
europeas, se empeñaron en frustrar el proyecto liberador bolivariano,
fomentaron la corriente anexionista de la sacarocracia criolla, y,
durante nuestras guerras por la independencia, se negaron a
reconocer las instituciones cubanas y la beligerancia del Ejército
Libertador, mientras permitieron a España artillar y equipar su
flota y utilizar sus puertos como bases para bloquear a los
territorios insurrectos.
El momento propicio para pasar a la acción llegó, como sabemos, en
1898.
Como ilustra este libro ese año se desbordó la campaña para ganar
las conciencias del pueblo norteamericano y convencerlo de la
necesidad de participar en la guerra que España estaba a punto de
perder. La realización del interés imperialista ejecutando,
finalmente, un plan largamente concebido, fue presentada, sin
embargo, como el cumplimiento de una obligación moral, altruista, la
de ir al rescate de un vecino en desgracia.
El libro examina el papel de la metáfora, los símbolos, para el
logro de objetivos políticos condicionando de manera más o menos
sutil el modo de pensar y el estado de ánimo del receptor. Ofrece a
este respecto un abundante repertorio de textos oficiales, discursos
y declaraciones y también de producciones artísticas y editoriales y
artículos de prensa y no falta una amplia muestra de caricaturas de
la época. Cuba aparece como una joven maltratada pidiendo auxilio, o
como un niño desvalido o malcriado y sucio y el Tío Sam como el
caballero que viene al rescate de la doncella, o el maestro empeñado
en limpiar y educar al infante descarriado. Las imágenes van
cambiando según marchan los acontecimientos desde la bella mujer
abandonada –los mambises, recordemos, no existían- hasta los niños
díscolos, preferiblemente negros, urgidos de limpieza y disciplina.
Este muy valioso estudio abarca el Siglo XIX y los primeros años del
XX. El triunfo revolucionario en 1959 iniciaría otra etapa en la que
la manipulación de símbolos también desempeñaría una función
primordial. Se puso de moda entonces hablar de un imaginario
distanciamiento entre Washington y Batista supuestamente decisivo
para el derrocamiento del dictador. Hubo que esperar hasta 1996 para
conocer el texto del último mensaje del Secretario de Estado a su
Embajador en La Habana, cuando concluía el año 58 en el que el señor
Herter recapitulaba con amargura la ayuda que en todos los terrenos
habían dado hasta ese instante al tirano derrotado.
O la leyenda incesantemente repetida acerca de los
“millones”
de cubanos que
“escaparon”
de la isla después de la victoria de enero y que ha servido de
instrumento para denigrar a Cuba y manipular groseramente la
cuestión migratoria. Según sus propias estadísticas oficiales, sin
embargo, es ahora, en el Siglo XXI, que esa emigración, incluyendo a
su descendencia nacida allá, sobrepasa el primer millón. Y algo que
suele obviarse aunque consta en los mismos registros gubernamentales,
en 1958 la emigración cubana era superior a la de la totalidad del
Continente exceptuando a México.
Sería interminable la relación de imágenes inventadas y falacias
diseminadas en los años del período revolucionario. Permítanme
rendir homenaje sólo a la
“proeza”
ejecutada en abril de 1961 por los intrépidos navegantes que
desembarcaron por el puerto de Bayamo.
Aquella, la de 1898, fue una campaña exitosa. La solidaridad del
pueblo estadounidense, manifestada con gran amplitud desde el
alzamiento de Céspedes, se había intensificado treinta años después.
A la simpatía natural se unía el rechazo ante la crueldad weyleriana.
El respaldo popular a los cubanos alcanzó niveles muy notables y se
reflejó, más allá del discurso político, en el teatro, la música y
la poesía.
La intervención en el conflicto no fue vista como lo que era, una
conjura imperialista, sino como la realización de un ideal noble y
puro. Sumarse a los mambises y pelear junto a ellos fue el anhelo de
muchos. Basta mencionar a Mark Twain y Carl Sandburg.
Esa visión generosa, desprendida, aparecería en la Resolución
Conjunta por medio de la enmienda Teller que, sin embargo,
contradecía al verdadero plan oficial que se concretaría en el texto
del Senador Oliver Platt.
Lo que vino después es conocido. Los sueños frustrados, la lucha
siempre renovada hasta el amanecer de enero y luego medio siglo de
resistencia y creación, en los que no han faltado la hazaña y los
sacrificios, los momentos de amargura y alegría, pero sobre todo, la
certeza de haber llegado a la tierra prometida que concibieron los
abuelos.
Ahora cuando se anuncia un nuevo capítulo en esta larga saga urge
impedir que el olvido cubra de sombras el camino tan dolorosamente
recorrido.
Porque como advirtiera Cintio Vitier en un texto que hoy y mañana
habrá que recordar
“en la hora actual de Cuba sabemos
que nuestra verdadera fortaleza está en asumir nuestra historia”.
Palabras en la presentación de la edición cubana del libro de Louis
A. Pérez Jr. el 27 de enero de 2015 en la UNEAC
[1]
‹‹Cuba in the American
imagination-Metaphor and the Imperial ethos››. The University of
North Carolina Press, Chapel Hill, 2008, p. 22-23