De
los individuos aquí descritos, exclama el cronista al final de
su artículo: «¡Señor, Señor del mal de ojo, de brujerías, de los
pesados, líbranos por siempre!».
Una
de las mayores plagas que padecemos, es, sin disputa, la de los
pesados.
Los hay en todas las carreras, profesiones y oficios. Vician y
enrarecen la atmósfera que respiramos; obstruccionan la vía
pública, dificultando el tráfico; caen, como moscones, en
nuestras casas a la hora de la comida; desprestigian el
periodismo y las letras con sus aceitosas e ininteligibles
producciones; han contribuido, con sus latosos e insoportables
discursos, a que en Cuba
conferencia
y lata
sean sinónimos;
aguan, con su presencia, fiestas y paseos;
salan
las bodas y hasta los entierros; en los bautizos le hacen mal de
ojo a los recién nacidos. Son, en una palabra, los causantes de
que los automóviles choquen; a los tranvías se les acaben la
corriente; haya ciclones; se interrumpa el tráfico en la calle
del Obispo, el Paseo del Prado y otras avenidas…
¡Quiera el cielo que no acaben con la República!
De todas las infinitas variedades de
pesados,
una de las más interesantes en nuestra sociedad, es la de los
rompegrupos,
aunque bien pudiéramos afirmar que todos los individuos
oficialmente reconocidos como
pesados,
tienen esa cualidad. Conocedora nuestra policía de esto, en los
días de manifestaciones,
mítines,
huelgas, etc., para disolver rápidamente los grupos, manda
siempre, con un resultado extraordinario, a los oficiales y
vigilantes más
pesados del Cuerpo: en el acto queda la calle sin
una hormiga. Raras veces ha tenido el Jefe necesidad de
personarse y realizar por sí mismo el despejo.
Y en ese poder de disociación que esta clase de individuos posee,
estriba y se halla la causa oculta del fracaso, inexplicable a
simple vista, de numerosas asociaciones y empresas. Se
constituyen o comienzan a realizarse, con gran entusiasmo; en
los primeros días o meses el éxito parece asegurado. Pero, de la
mañana a la noche, y con mayor o menor rapidez, la empresa va
decayendo, hasta que al fin muere. De hacérsele la autopsia,
como a un cadáver, se encontraría que han sido uno o varios
microbios patógenos malignos los causantes de esa muerte: uno o
varios pesados
que entraron a formar parte de la empresa o asociación. ¡La
tierra les sea leve y San Lázaro nos valga!
El rompegrupos
de sociedad, suele ser algún
chiquito de ídem o
conocido joven, o
buen partido.
Todos habréis observado el curioso fenómeno que se produce al
presentarse en cualquier sitio un tipo de éstos.
Nos encontramos en algunos de nuestros cafés de moda. Junto a
una mesa, han tomado asiento varios amigos, con el objeto de
descansar del largo paseo en automóvil que acaban de realizar.
Piden unas copas
y, entre sorbo y sorbo, se enfrascan en charla animada,
interesantísima. Pero de repente, sus rostros se transfiguran;
la palabra muere, balbuceante, en los labios. Unos a otros se
miran expresiva y dolientemente, con esas miradas que se cruzan
entre sí, en noche de velorio, los parientes del difunto.
De un fotingo*
se apean dos jóvenes… (para qué te voy a decir los nombres,
lector, si tú has pensado ya, seguramente, de entre tus
conocidos, en cuatro o cinco). Se acercan a la mesa de nuestros
amigos. Éstos, seca, aunque cortésmente, saludan.
Los del fotingo,
sin más preámbulos, piden unas sillas y se sientan. Vuelven a
cruzarse miradas los amigos. Al poco rato, uno de ellos dice:
«Como ustedes saben, me tengo que ir. Nos veremos luego en la
Acera». Y así, dando alguna excusa, se van retirando los demás.
Se han quedado solos los del
fotingo.
Al cuarto de hora los amigos se reúnen de nuevo en el
Louvre…
—¡De buena nos hemos librado! –exclaman– ¡Qué par de tipos!
De sobra te habrás dado cuenta, lector, quiénes eran los del
Ford: ¡Dos
pesados!
La escena anterior, se repite, con gran frecuencia, ya en los
bailes, o en el teatro o en el paseo. Apenas llega un pesado a
cualquier grupo, se disuelve… para reunirse, momentos después,
los que lo formaban, en otro sitio.
Pero no siempre esta maniobra se realiza tan fácilmente. Las
retiradas, según la táctica militar, requieren más inteligencia
y estrategia, si cabe, que los avances y las acometidas. Y hay
rompegrupos
porfiados, que, aun haciéndoseles ver claramente que están
estorbando, no se dan por aludidos. Todos conocen al famoso
señor de los Voy
contigo. Es una verdadera lapa, que cuesta gran
trabajo quitarse de encima. Y no decimos nada del
rompegrupos
sinvergüenza, que explota su
pesadez,
convidándose, él mismo, a fiestas, comidas, etc. Hay un
individuo que cuando se da alguna fiesta de importancia, tiene
el descaro de llamar o escribirle al dueño de la casa,
diciéndole que lo invite; o si no, va a buscar a algún amigo de
esa familia y con él asiste a la recepción. Y es también muy
popular otro sujeto, tan
pesado,
que ni aun poseyendo una máquina ha logrado nunca, a pesar de
todos sus esfuerzos, que lo acompañen. Tal es el poder repulsivo
de los
rompegrupos.
Propongo a la consideración de la Secretaría de Agricultura,
ordene, por un decreto, el traslado –si caben– de todos los
pesados
de la República, a la Ciénaga de Zapata. Así podría desecarse
con gran facilidad toda aquella región, hasta ahora improductiva.
Sería una obra altamente patriótica.
¡Señor, Señor del mal de ojo, de brujerías, de los
pesados,
líbranos por siempre!
Amén.
* En Puerto Rico, Panamá, México y Cuba se daba el nombre
peyorativo de fotingo al automóvil de marca Ford que se
consideraba barato y de mala calidad. Este término dejó de
usarse cuando salieron otras marcas al mercado, aunque se sigue
empleando como sinónimo de coche viejo y desvencijado.
Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de
la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964. |