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Gratitud
Leonardo Padura
• La Habana, Cuba
Esta
historia comenzó una mañana de 1976 en la oficina de la Escuela
de Letras de la
Universidad de
La Habana. Estábamos en los
meses finales del curso académico con el que yo cumpliría el
primer año de mi carrera y, como cada jornada, me disponía a
cumplir mi trabajo como mecanógrafo, el destino al cual había
llegado por el sistema de inserción laboral con el que se
pretendía que los estudiantes nos formáramos en la socialista y
revolucionaria combinación de estudio y trabajo. Durante aquel
año había empezado a revolverse en mí una necesidad, hasta
entonces desconocida, o más bien un deseo competitivo, de probar
que yo también podía ser “escritor”, como otros estudiantes de
la escuela, y, según mis códigos, lo único que me faltaba era
empezar a intentarlo. Para ello escribí un cuento, más o menos
fantástico, donde narraba la historia de un hombre que, al
despertar de un prolongado sueño, encontraba que a su alrededor
todo había cambiado: las formas, los colores, las funciones de
las cosas y el pobre hombre necesitaba entender qué había
sucedido. Por supuesto, a aquel personaje su situación
inesperada le provocaba, sobre todo, asombro. Y se asombraba
mucho.
Escrito el cuento, mi mejor opción para encontrar aprobación era
precisamente uno de mis compañeros mecanógrafos, un estudiante
de tercer año de la carrera que había leído muchos libros,
escribía poesía y, algún que otro día, siempre en voz baja, me
contaba de unas tertulias cuasi decimonónicas a las que él
asistía, las cuales eran animadas por un tal Virgilio Piñera y
se celebraban, por cierto, muy cerca de donde yo vivía y vivo,
en la que fuera la última morada de
Juan Gualberto Gómez, que
entonces era ocupada por su hija, nietos y sobrino-nietos, unos
mulatos refinados y políglotas que tomaban té en tazas de
porcelana de bordes de oro a veces mellados. El compañero
mecanógrafo, me imagino que sin mucho entusiasmo, se vio
obligado a leer aquel cuento, y al terminar la jornada de
trabajo y yo reclamarle un juicio, fue tan amable y elegante que
mintió descaradamente al decirme que mi relato le gustaba, pero
debía tener cuidado con el uso excesivo de los signos de
admiración. Desde entonces, gracias a ese compañero de inserción
laboral, que se llamaba, y por fortuna se sigue llamando, Abilio
Estévez, he tenido especial cuidado con el uso de esas barritas
verticales que solo sirven para enfatizar lo que el escritor es
incapaz de expresar por medios más sutiles, más literarios.
Treinta y seis años después de aquella experiencia iniciática,
el mismo día en que se hizo pública la noticia de que el jurado
del
Premio Nacional de Literatura
2012, presidido por el colega
Reynaldo González, me había
distinguido con ese galardón, recibí un email desde Barcelona,
firmado por Abilio, el más hermoso y sincero de los elogios que
acaparé en aquellos días y en el que mi ex compañero mecanógrafo
me decía:
Querido Leonardo (y, por supuesto, querida Lucía), acabo de leer
la noticia de tu premio. No sabes la alegría y la sensación de
justicia que he sentido. […]. Desde que diste el primer gran
paso de quitar las exclamaciones a tus diálogos, han pasado
muchos años y han llegado muchos brillos. Para ser justos, con
este premio no te han dado el lugar que mereces, ha sido el
premio el que se ha justificado a sí mismo. […] Nadie como tú
para poner en evidencia que golpear cada día el yunque saca
chispas en el metal más duro. Y esa es la clave de todo.
Disfrútalo, disfrútenlo, y cuando bebas ron, pon un vasito a mi
espíritu, ahí, con ustedes. Y luego a trabajar más aún, con más
fuerza, pero eso a ti no hay que decírtelo. No es difícil
adivinar que ahora serás aún más la diana de los ataques de los
cainitas cubanos, que se dan como la verdolaga. Pero eso se
resuelve con la fórmula de André Gide: "Que digan lo que quieran,
mientras tanto yo escribo Paludes". Y a ti eso de
encerrarte a escribir se te da maravillosamente. Claro, no se
puede negar que ahí está Lucía, también premiada, como no podía
ser menos. Mucha más suerte, hermano. Hace casi cuarenta años
coincidimos en una oficina de la Escuela de Letras y, contra
todos los pronósticos, aquí estamos, dando la lata y gritando lo
que tenemos que gritar, nuestra pequeña verdad y nuestra pequeña
angustia y también nuestra pequeña alegría. Me siento muy
orgulloso de ir a tu lado por este camino largo y complicado, y
que nuestras fotos estén juntas en el muestrario de Tusquets.
Besos para Lucía y un fuerte abrazo para ti.
Y firmaba abilio, así, con minúscula.
Si hoy los hago escuchar estos dos hitos del origen y destino
actual de mi relación personal y literaria con Abilio Estévez,
uno de los intelectuales más sólidos y lúcidos de mi generación,
tan o más merecedor que yo de este reconocimiento que por ahora
le está vedado debido a su residencia geográfica, se debe a que
en uno y otro momento las palabras del amigo han tenido para mí
y para mi carrera como escritor un valor especial, y porque
entre uno y otro momento está tendida la crónica de un
aprendizaje, un esfuerzo, un empecinamiento personal al que debo,
por completo, lo que haya podido motivar la generosa decisión de
un grupo de instituciones y, sobre todo, un grupo de escritores,
de concederme el
Premio Nacional de Literatura
que hoy recibo, con gratitud y alegría.
Si desde la incultura sideral que acompañaba a aquel pelotero
frustrado de Mantilla que escribió un cuento lleno de signos de
admiración, he podido lograr algo, se debe, esencialmente, a un
empecinamiento que llegó a convertirse en una necesidad vital.
El proceso de aprendizaje fue arduo, pletórico de escollos,
marcado por muchísimos sacrificios, pero siempre acompañado por
la certeza de que con un nuevo intento, con más trabajo, con más
lecturas, con más sudor las cosas podían ir saliendo mejor. Así
lo he hecho durante estos 36 años y espero poder seguir
haciéndolo, con el mismo espíritu, durante los próximos 36 que
aspiro a vivir.
Muchas personas me han ayudado durante este periplo y a algunas
de ellas quiero hoy expresar públicamente mi gratitud. Tuve, por
supuesto, el soporte material, afectivo, moral y ejemplar de mis
padres, que están en el principio de todo. Tuve la incitación y
el desafío de mis compañeros de estudio, sobre todo de los
Socarrones de mi grupo en la Escuela de Letras, mis amigos Alex
Fleites, Arsenio Cicero, José Luis Ferrer, Jorge Luis Arcos,
Magda González, Soledad Álvarez y otros más. Conté con la
complicidad generacional de poetas y narradores de mi promoción,
que mucho me ayudaron a perfilar mis intereses literarios y a
clarificar los riesgos del empeño que compartimos: Arturo, Senel,
Sacha, Lichi, Reynaldo, Luis Manuel, Reina, Norberto, Víctor,
Ramoncito, Abel, Miguelón y tantos otros. He contado con la
fortuna de compartir la amistad y los consejos de maestros como
Ambrosio Fornet,
Eliseo Diego,
Jaime Sarusky…. He gozado
del enorme privilegio de poder alcanzar una inesperada presencia
internacional gracias a haber contado entre mis editores con
Beatriz de Moura, Antonio López Lamadrid y Juan Cerezo, los
artífices de Tusquets Editores, quienes me dieron su confianza y
prestigio cuando era un escritor cubano sato y sin pedigree;
también editores en otras lenguas como mi querida madame Anne
Marie Meteilié, el amigo Marco Tropea, Lucien Leitess, los
hermanos Von Hurter en
Londres, Manolo Valente en
Portugal y Ole Sohn en el reino de Dinamarca. He contado, además,
con el apoyo incondicional de Ediciones Unión, mi editorial
cubana, gracias a la cual, sin poner nunca reparos, todos mis
libros han circulado en Cuba… Tras esos editores, otras muchas
personas han contribuido a hacer mejores mis libros, ya sea como
traductores, pero sobre todo como lectores, y quiero recordar mi
deuda de gratitud con Vivian Lechuga, Lourdes Gómez, Elena Zayas,
Elena Núñez, entre otros muchos amigos que me han ayudado a
escribir un poco mejor de lo que soy capaz… Pero, sobre todo,
quiero recordar y reconocer que he sido merecedor del premio
gordo de la vida por haber tenido durante 34 de estos 36 años
caminados en la literatura y en la vida, a pie, en guagua, o en
bicicleta china, a mi mujer, Lucía López Coll, a la que, por
merecérselo, por haberlos sufrido tanto como yo, siempre he
dedicado mis libros, utilizando la fórmula salingeriana del amor
y la escualidez… en su más espiritual sentido.
Muchas satisfacciones me ha dado mi trabajo a lo largo de estos
36 años. Desde el premio en el concurso de cuentos para
estudiantes de la Escuela de Letras, allá por 1978, hasta la
posibilidad de participar en tres proyectos periodísticos a los
que mucho debo como escritor: aquel Caimán Barbudo,
renacido de las cenizas del decenio gris, que a principios de la
década de 1980, luchando contra adversarios más encarnizados que
los molinos de viento, convertimos en evidencia de que una nueva
generación de artistas se proponía hacer algo diferente en la
cultura cubana, pasando luego por mis seis años en Juventud
Rebelde, donde se suponía sería reeducado y, en verdad, lo
fui, pero como periodista capaz de participar en un empeño que
dejaría una muesca perdurable en la chata prensa cubana de estos
últimos decenios, una labor a la que debo mi primer acercamiento
eficaz con muchos lectores cubanos, y más tarde, la experiencia
de
La Gaceta de Cuba,
donde junto con
Norberto Codina trabajamos
para adecuarla a los tiempos que corrían y llegar a convertirla
en la publicación cultural de referencia en aquellos años
oscuros y sudados del Período Especial. Mi trabajo me ha dado,
además, la satisfacción de recibir premios, de visitar medio
mundo, de publicar en más de 15 idiomas, de que se me hayan
abierto las páginas de los más reconocidos periódicos de la
lengua, de conocer gentes que me han nutrido, de poder acceder a
la literatura que he querido y necesitado leer y, sobre todo, mi
trabajo me ha permitido establecer una relación de cercanía con
miles de personas que me han conocido a través de mis libros,
gentes que acá en Cuba y en otras partes del mundo se han hecho
mis cómplices y me han regalado el favor de su atención y,
muchas veces, hasta de su cariño y han llegado a decirme que me
agradecen que haya escrito lo que he escrito, una afirmación que
supera el significado de cualquier premio… Mi trabajo me ha
permitido, incluso, ganarme la vida decente y buenamente, una
vida que no siempre ha sido fácil pero en la cual he logrado,
trabajando, llegar a tener lo que tenía que tener, sin que nadie
me lo “otorgara” por complacencias de ninguna clase. Y no puedo
dejar de recordar a esta hora que ha sido mi trabajo el que me
ha dado la entrañable oportunidad de conocer a un tipo como
Mario Conde, tan jodido que, por haber sido, fue hasta policía,
cornudo y aprendiz de escritor, un amigo que a lo largo de 23
años ha viajado conmigo ayudándome a entender este país singular
y enigmático en el que vivimos, a veces tan generoso y a veces
tan mezquino, a darle forma y expresión a mis sentimientos sobre
la historia, la vida, la amistad, el amor, el miedo, la
frustración, la pobreza humana (material y espiritual) y la
condición de ser cubano.
Pero también sinsabores me ha traído este trabajo mío. Soy, ante
todo, un escritor cubano y, como tal, no he podido sustraerme
del efecto de los beneficios y las calamidades inherentes a tal
pertenencia inalienable... Ya un día de 1992 me lo había
advertido el maestro
Mario Bauzá, en un bar de
Nueva York, mientras el padre del latin jazz cumplía sus
60 años de alejamiento físico de la isla: uno de los componentes
más lamentables de la espiritualidad cubana, me dijo con sus
palabras de habanero impenitente, está en la incapacidad que
acompaña a muchos de nosotros para tolerar el éxito ajeno, más
si es un contemporáneo, peor si es otro cubano. Ya por mí mismo
he podido comprobar que más duro se les hace a algunos admitir
ese éxito si el personaje en cuestión no pertenece a capillas,
ni comparte militancias partidistas o grupales, si el éxito es
el resultado del trabajo cotidiano y no de los favores
compartidos… He tratado a lo largo de todos estos años, y cada
vez con más conciencia e insistencia, de ser un hombre todo lo
libre e independiente que puede ser una persona en un mundo y en
una sociedad como estos en que vivimos. He tratado de decir con
sinceridad lo que pienso, dentro de Cuba y fuera de la isla; he
mantenido la fidelidad a mis amigos, dentro y fuera del país; he
sufrido mis miedos, pero no me he dejado vencer por ellos a
través de la simple fórmula de enfrentarlos; he seguido siendo
mantillero, incluso industrialista —aunque a veces he dudado, lo
confieso— y también he sido Yankee o Angelino cuando alguno de
mis ídolos peloteros lo han sido; nunca me he dedicado a atacar
a nadie, menos por sus opiniones políticas, pues creo que todas
son respetables mientras no agredan o limiten el derecho y la
dignidad de los demás; he escrito los libros que he querido, que
he creído que podía y debía escribir y, desde la literatura, he
dicho en ellos, sobre la realidad, la historia, la cultura, los
hombres y hasta sobre las mujeres, lo que mi capacidad y
entendimiento me han permitido decir, superando muchas veces mis
dudas y temores, que no han sido pocos. Y por todo eso he pagado
un precio. Aunque lo he hecho con satisfacción. Como bien los
llama mi colega Abilio, los cainitas que nos acompañan en este
tiempo vital han hecho lo posible por disminuirme, por callarme,
por ignorarme, a veces menospreciando mi trabajo, incluso
convirtiendo la política en un arma de doble filo que me lanzaba
—y me lanza— estocadas desde un lado, desde el otro, desde
arriba, desde abajo… Pero, qué se le va a hacer, es lo que me
merezco por ser un cubano de estos tiempos, por escribir, pensar,
actuar y vivir como he vivido, golpeando “cada día el yunque
para sacar chispas en el metal más duro (…) dando la lata y
gritando lo que tenemos que gritar, nuestra pequeña verdad y
nuestra pequeña angustia y también nuestra pequeña alegría”,
como me dijera mi amigo Abilio.
A todos los que les debo algo para haber llegado a donde quiera
que he llegado, les reitero mi gratitud, pues mucho de lo
conseguido se debe a ellos. Porque, lo dijo John Done, no
Hemingway, ningún hombre es una isla en sí mismo… Y a los que me
ataquen o me odien, por la razón que sea (algunos quizá,
seguramente, hasta tendrán buenas razones), les reiteraré que
pueden decir lo que quieran, incluso pretender convertirme a mí,
que no soy el enemigo, en su enemigo. A unos y otros les puedo
asegurar que ni premios ni agresiones me van a cambiar en lo
esencial, porque seguiré golpeando el yunque, mientras el brazo
y la inteligencia me acompañen. Por eso, en mi casa de Mantilla,
la que construyeron mis padres con su esfuerzo y su amor, con
Lucía y con mis perros, con la sombra tutelar de
José María Heredia que
siempre me acompaña y el espíritu vivo de tres o cuatro
generaciones de Paduras, y con la ayuda interesada de mi amigo
Mario Conde, yo lucharé por continuar siendo el mismo, por
pensar con mi cabeza, por ser cada día un poco más libre,
mientras escribo Herejes, una novela sobre los riesgos de
asumir la libertad, en otros tiempos históricos y también en
este tiempo presente, el de los días de mi vida.
Muchas gracias.
Todavía en Mantilla, febrero de 2013.
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