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La Habana,
noviembre 5
de 2004
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Joséphine Baker, de París a La Habana |
Debieron transcurrir dos
décadas para que la gran vedette visitara Cuba,
adonde arribó en 1950. Luego de esa primera
estancia, que transcurrió de manera exitosa,
volvería en dos ocasiones más antes de 1959.
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Con el traje de la opereta La
Criolla, Joséphine aparece en esta foto que,
en 1950, publicara Bohemia, en ocasión de
su primer viaje a Cuba. Entonces, hizo su debut
en el Teatro América, como consta en este
programa-cartelera. |
En 1931, a sólo seis años del debut
de Joséphine Baker en París, la revista Social
ofrecía —en exclusiva a los lectores cubanos— un
artículo periodístico sobre la diva afronorteamericana,
del escritor Alejo Carpentier, un gran conocedor de la
música en todas sus variantes.
Precisamente, en el número correspondiente a diciembre
de 1931, se publica esa crónica que su autor —colaborador
en la capital francesa— titularía: «Moisés Simons y el
piano Luis XV de Josephine Baker», y que revela los
nexos existentes entre la vedette y la música
cubana, en especial con el creador de la popular pieza
musical El manisero.
Ilustrado con una fotografía, autografiada por la «Diosa
de ébano» para la revista, el texto evoca la velada
celebrada durante una visita de Simons a la residencia
de Joséphine en la villa Beau Chéne, en el Vesinec.
«... Es tiempo de apurar una taza de café y encender un
tabaco de Cuba, y Simons es obligado a atacar, en el
piano Luis XV, las primeras notas de una rumba... San
Bongó y Santa Maraca asoman el rostro entre dos nubles
mofletudas. Los ritmos criollos se apoderan del ambiente.
»-¡Cei sii jioliü! ¡Cei sii jioliü !, exclama sin
cesar Josephine. ¡Quién no bailaría con una música así!
¡Eso sí que puede llamarse ritmo...!
»Y para ayudar la palabra con el gesto, mientras la mano
izquierda de Simons produce implacables bajos de tambor
ñáñigo, la actriz comienza a improvisar una danza capaz
de aterrorizar a las pastoras y comediantes de
Watteau...»
El 2 de octubre de 1925, había sido la primera
presentación de Joséphine Baker en París. Esta mujer de
brillante piel morena, fulgurantes cabellos negros,
chispeantes ojos y atrevido contoneo había cautivado a
la mayoría de los parisinos ante los cuales actuó.
Apenas unos cuantos se sintieron disgustados...
Su osadía, novedad, buen humor y atributos físicos de
negra norteamericana, la convirtieron en el icono de la
era del jazz y del naciente estilo art deco, tan
influido por lo africano.
Al igual que el arte chino había incidido en los
pintores y diseñadores del siglo XIX, los ritmos
palpitantes, la paleta fauve y los repetitivos
diseños geométricos del continente africano, se
difundieron vertiginosamente en el mundo de la moda
durante el período que separó las dos grandes guerras,
en la centuria pasada.
El estilo penetró la moda, la gráfica y la arquitectura,
en tanto el jazz, su versión musical, reverberó en los
exóticos apartamentos de sus sofisticados devotos. El
art deco está especialmente bien representado en el
patrimonio edificado de La Habana.
La fascinación de Europa por la cultura negra —tanto en
la pintura como en la música— aumentaba gradualmente.
Por ejemplo, en 1917, la primera banda de jazz actuó en
París, donde ocho años después se sucedieron al unísono
dos importantes acontecimientos: la exposición Arts
Décoratives, por una parte, y, por la otra, el debut de
Joséphine Baker con la Revue Nègre en el teatro
Champs-Elysées.
París estaba extasiado. El crítico André Levinson
escribió acerca de la actuación de Joséphine: «Parece
ordenar al hechizado tamborilero, al saxofonista que se
inclina amorosamente hacia ella con el vibrante lenguaje
de los blues, en el que el insistente martilleo
que resquebraja el oído se acentúa con las más
inesperadas síncopas. En medio del aire, sílaba a sílaba,
los ejecutantes del jazz se asen al fantástico monólogo
de este cuerpo enajenado. La danza crea la música. ¡Y
qué danza!...el breve pas de deux sauvage del
final alcanza las alturas con bestialidad soberbia e
indómita».
El encantamiento provocado por Joséphine sobre la ciudad
fue recíproco. Ella también se sintió conmovida ante
aquella urbe. De eso dan fe —por ejemplo— las
declaraciones que le hiciera al propio Carpentier, en
una entrevista para la edición de la revista Carteles,
correspondiente a agosto de 1935. Entonces le expresó su
asombro y placer ante la manera de comportarse los
parisinos: «¡Tanta alegría por las calles, tanta gente
besándose! Aquello resultaba extraordinario para mí,
porque en América cuando las personas se besa en las
calles, las meten en la cárcel».
Carpentier había sido director de los estudios Fonoric
de París, dedicado a grabaciones musicales y programas
de radio. Quien años después llegaría a ser uno de los
más eruditos musicólogos del continente americano, ya en
esa época conocía a cabalidad el medio donde se movía
aquella mujer, la primera artista que —según revela—
conociera al llegar a París: Miss para sus
amigos, para sus compañeros, para sus músicos... pero
algo más que «La Platanitos», como le llamaban en el
mundo del espectáculo.
«En ella se reúnen las cualidades esenciales que hacen a
los verdaderos grandes artistas: facultades innatas,
voluntad de trabajo, conocimientos técnicos, disciplina
física, severidad en la autocrítica, sencillez e
inteligencia...», escribió. De simple amigo y admirador
de esta mujer, Carpentier había pasado a la condición de
colaborador: planeó, dirigió y «puso en ondas» los dos
últimos festivales por radio que ofreciera José phine;
el primero, en Poste Parisien, y el segundo, en Radio
Luxemburgo, la estación más potente de Europa en ese
momento.
Para entonces, pocos recordaban en París que Joséphine
Baker había nacido en un barrio pobre de Saint Louis,
Missouri, Estados Unidos, el 3 de junio de 1906. La
madre descendía de indios apalaches y negros esclavos de
Carolina del Sur, en tanto el padre tenía sangre
española y africana.
Dada la difícil situación económica de la familia, la
pequeña Joséphine asistió a la escuela por poco tiempo.
Incluso, ella y sus hermanos se vieron obligados a
buscar alimentos entre los desechos de los mercados,
además de vender el carbón que recogían en terrenos
pertenecientes a los ferrocarriles.
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A partir de su actuación en
Fatuo y durante siete años, Joséphine se
presentó ciñendo alrededor de sus caderas
diferentes versiones de un cinturón de plátanos,
lo que le valiera el sobrenombre de «La
Platanitos». |
Antes de los 15 años, abandonó su
ciudad natal para enrolarse en un grupo de baile. Sus
primeras apariciones en el escenario, fueron en el New
York Music Hall y en el Plantation Club, en el barrio
negro de Harlem.
A pesar de que esas actuaciones iniciales estaban
enmarcadas en una especie de danza cómica, tipo parodia,
que subvaloraba la identidad afronorteamericana, la
joven Joséphine mostraba su calidad de estrella.
«No sé de dónde la sacó», señaló en una ocasión la
cantante negra norteamericana Elisabeth Welch, «porque
sus antecedentes humildes son conocidos; sin embargo,
desde el principio era elegante. Tenía un abrigo de piel
de foca negra, no sé si era o no real, pero cuando se lo
ponía parecía real. Tomaba un retazo de seda y lo
enrollaba en su cabeza e incluso así, lucía como una
emperatriz oriental».
En 1922, Joséphine se unió al elenco de Shuffle Along,
primer musical de negros norteamericanos en su país, que
había servido el año anterior para el debut profesional
en las tablas, del mítico Paul Robeson (1898-1976).
En la primavera de 1925, ella estaba entre los artistas
que, tras ensayar durante todo el viaje a través del
Atlántico, actuarían en la Revue Nègre de París.
Al finalizar su participación en esta revista, Joséphine
desempeñó un papel protagónico en el teatro Folies
Bergère, siendo la única negra en el elenco. Fue a
partir de esta presentación que ella se convirtió en «La
Platanitos».
Mientras trabajaba en el Folies Bergère, Joséphine
inauguró su propio nightclub, el Chez Joséphine,
en la calle Fontaine. Después de actuar en el Folies,
llegaba allí acompañada de su doncella y uno o dos
animales exóticos. En este sitio inició la
transformación de su imagen, en lo que su amigo André
Rivollet describió como «su roucoulement
fantasmagorique, o sea, su arrullo fantasmagórico,
en una manera vocal muy personal: un collage
auditivo único en el estilo de la ópera ligera sobre un
fondo musical de jazz vívido».
En la primavera de 1928, una recién sofisticada
Joséphine inició una gira durante la cual cantaría por
primera vez en francés. Aparte de su voluminoso equipaje,
de 196 pares de zapatos, 137 piezas de vestuario para
teatro, pieles mixtas, innumerables vestidos y 64 kilos
de polvos de tocador, llevaba sus perros Fifi y Bebé.
En el periódico Paris Soir, Paul Reboux publicó
una nostálgica despedida a aquella primera Joséphine:
«Ahí estás, preparándote para conquistar el mundo. Creo
que para ti será fácil pero, mientras te aplaudan los
extranjeros, recuerda que París nutrió tu fantástica
gloria vigorosa y descubrió que aquella pequeña y
desconocida bailarina, era realmente la gran artista en
la que te has convertido».
Después de actuar en toda Europa, Joséphine viajó a
Argentina, Brasil, Chile y Uruguay. Cuando apareció en
Buenos Aires le obsequiaron tres pequeños cocodrilos,
regalo que agradeció cantando tres tangos.
En diciembre de 1934, protagonizó el reestreno de la
ópera cómica de Jacques Offenbach (1819-80) La
Criolla. Sus actuaciones fueron ovacionadas por todo
París. A propósito, en el mismo trabajo citado en
Carteles, de agosto de 1935, Carpentier recuerda que
esta opereta le costó a ella un año de trabajo: «Dese-chando
contratos, renunciando a tour-nées ventajosas,
quiso demostrar que era perfectamente capaz de cantar
las 300 páginas de una partitura escrita para la Judic,
cantante de escuela italiana que enloqueció al París del
Segundo Imperio. La Criolla de la Judic se
mantuvo 20 días en el cartel, la de Joséphine anda ya
por 200 representaciones consecutivas...»
«Es adorable», escribió por su parte el compositor Henri
Sauget, «su canto, actuación y danza se ajustan al
estilo de Offenbach... cada una de sus apariciones es un
milagro de fina gracia y tacto. Éste es su debut en la
opereta, es deslumbrante, simplemente no existe nadie en
estos momentos que posea tal brillantez, espontaneidad y
encanto único...»
Con esta presentación, Joséphine consiguió despojarse de
su anterior identidad de salvaje erótica ataviada con
plátanos.
El éxtasis y la adoración que saludaban sus actuaciones
en Francia en nada se pareció a la recepción que le
dieron sus compatriotas. Durante su primera gira por
América del Norte, fue calumniada por la crítica. La
revista Time trató de desvirtuar esa imagen
triunfal: «Joséphine Baker es hija de una lavandera de
St. Louis que pasó de un espectáculo paródico negro a
una vida de adulación y lujos en París durante el
esplendor de la década del 20. Para los saciados
europeos que aman el jazz, una mujerzuela negra posee
mayores ventajas en cuanto a atracción sexual se refiere».
Tales señalamientos ofensivos se exacerbaron durante su
gira por Estados Unidos, donde la administración de un
hotel en el que reservó una habitación, se negó a
alojarla pues no deseaba molestar a sus huéspedes
blancos.
El Chicago Defender, por su parte, respondió con
una carta a los editores de la Times: «Estamos
renuentes a creer que el editor y los editores-jefes de
Time vivan en tan bajo y degradado canal mental.
Preferimos, por respeto a la caridad, creer que Time
desafortunadamente seleccionó a un miembro de su
personal cuya idea de la decencia periodística encuentra
asociación propia y justa en las cloacas... la vil
palabra “mujerzuela” no pertenece al vocabulario de los
caballeros cultos... El simple hecho de utilizar tal
palabra para referirse a una mujer tiene sus raíces en
una mente enferma».
Como rechazo ante el hostil recibimiento estadounidense,
la vedette se negó a cantar en otra lengua que no
fuese la francesa y pronto retornó a Francia donde
inauguró el espectáculo Paris Qui Remue. Al igual
que siempre, los parisinos le reiteraron su adoración. «Joséphine
Baker, quelle surprise, quelle stupéfaction!»,
escribió Pierre Varenne en el Paris Soir: «Dijimos
adiós a la amable muchachita... una artista, una gran
artista, ha retornado a nosotros».
En 1937, Joséphine inauguró un nuevo nightclub en
París cuya apertura coincidió con la Exposición
Internacional en la que se exhibió el cuadro Guernica,
del pintor español Pablo Picasso, dado que la Guerra
Civil Española había comenzado el año anterior. El 5 de
junio ofreció un concierto que, con un programa diseñado
por Picasso y Jean Cocteau, estuvo dedicado a recaudar
fondos para los niños españoles víctimas de la
conflagración.
Poco tiempo después, Joséphine renunció a la ciudadanía
norteamericana y se convirtió en francesa naturalizada.
Cuando se declaró la segunda guerra mundial en 1939, se
ofreció como voluntaria en la Cruz Roja y, a la vez,
actuaba cada noche en el Casino de Paris. Pronto inició
sus viajes semanales al Frente para entretener a las
tropas y, a partir de 1940, trabajó en el servicio
secreto del Ejército Francés Independiente, brindando su
castillo en Les Milandes como centro de operaciones, el
mismo que —años después— albergaría a lo que llamó la
Tribu Arco Iris, un grupo de 12 niños huérfanos,
procedentes de diferentes países, que ella adoptaría
como hijos.
Durante algún tiempo, viajó al exterior portando
noticias e información para los grupos de la
resistencia. Escritos con tinta invisible sobre su
música, al menos en una ocasión llevó mensajes de los
partidarios de Charles de Gaulle en Portugal a sus
asociados en Gran Bretaña.
Después de la guerra, Joséphine actuó nuevamente en el
Folies Bergère. De inmediato iniciaría una gira. Viajó
primero a Italia en el verano de 1950 y, posteriormente
a Cuba.
Los vínculos con intelectuales y artistas cubanos
radicados en París, hicieron que persistiera en ella la
idea de venir a la Isla. En 1948, durante una gira por
América del Sur, incluso estuvo casi contratada para
actuar en el cabaret Tropicana, pero la fecha no le
convino y regresó a Francia.
De 1950 a 1966 estuvo cinco veces en Cuba. Las visitas
más significativas —sin dudas— fueron las realizadas en
1950 y las dos últimas, en 1966.
En el invierno de 1950, llegó por primera vez a La
Habana en un frío día de diciembre. Aquella imagen de la
ciudad invernal, carente del calor y de la luz del sol,
distaba mucho de la que ella había soñado, según
expresara a los numerosos periodistas que acudieron a
dar cobertura al relevante acontecimiento del mundo del
espectáculo.
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En encuentros con periodistas
cubanos Joséphine narró: «Hubo un momento, el
más escandaloso de mi carrera, que no necesitaba
más que un cinturón de plátanos. De plátanos de
Cuba, ¿sabe usted?». Aquí aparece con su tercer
esposo, Joseph Bouillon. |
Bohemia y Gente de la
Semana publicaron sendas entrevistas en las cuales
la vedette expresa su desencanto por el clima existente
entonces en la capital cubana. A esta circunstancia, se
le sumaría el dolor ante la noticia de la muerte de su
amigo, el compositor cubano Eliseo Grenet.
«En cuanto desembarqué en La Habana, pregunté por el
maestro, que fue un gran amigo y camarada en París.
Juntos trabajamos meses enteros en la traducción al
francés de su Virgen Morena que yo quería
presentar bajo su propia dirección. ¡Qué tristeza, señor,
cuando me dijeron que ha muerto hace unos días!»
Grenet había fallecido el 4 de noviembre. En junio de
1934, el compositor llegó a París procedente de España,
con el propósito de crear la conga, un nuevo baile que
concibió para opacar a todos los ritmos existentes,
incluida la rumba que entonces estaba de moda. En pocas
semanas logró su objetivo: la conga se hizo exclusiva en
el Casino de París, en el Folies Bergère y en los
centros más aristocráticos de Europa. Fue en esos años
que Joséphine hizo amistad con Grenet y le prometió
visitar su tierra natal.
En este primer viaje a Cuba, ella vino acompañada de su
tercer esposo, el compositor y director de orquesta, el
francés Joseph Bouillon, quien —a propósito— precisó a
la prensa que la vedette tenía dos sucu sucus del
maestro Grenet, los cuales se aprendería en La Habana
para incluirlos en su repertorio. Pero ella interpretaba
con frecuencia otras canciones cubanas como Mamá Inés,
del propio Grenet, que estrenó en París, y Anoche
hablé con la luna, de Orlando de la Rosa.
A una pregunta del reportero sobre si conocía el ya
afamado mambo, creado por el también cubano Dámaso Pérez
Prado responde categórica: «Sí, lo he oído con mucha
frecuencia en México. Pero quiero ver, oír y cantar el
mambo en Cuba. Y también quiero ver bailar la rumba. La
verdadera rumba cubana...»
En 1952, Joséphine regresó a La Habana, donde volvió a
sufrir la tan familiar humillación de ser rechazada en
un hotel porque era negra. Temerosa de perder sus
negocios con sus acaudalados visitantes norteamericanos,
la administración del Hotel Nacional se negó a acogerla.
Joséphine estaba furiosa y en dos horas había movilizado
a un grupo de cubanos, «gente de color como yo», y
encontrado un abogado y un testigo para dar fe de que se
le había prohibido la entrada a la instalación hotelera.
Al abandonar Cuba, Joséphine viajó a Estados Unidos,
donde inicialmente se le dio una bienvenida más
entusiasta que durante su primera gira.
Regresaría a la Isla en 1953, cuando sufriría una gran
decepción. La búsqueda de alojamiento resultó difícil y
al llegar a los estudios de televisión CMQ, donde había
sido contratada para actuar, la policía le impidió la
entrada y se le informó que sus tres contratos para
presentarse en La Habana —con la CMQ, el Cabaret
Montmartre y el Cine-teatro América— se habían cancelado.
La razón que se le dio fue que había arribado a La
Habana demasiado tarde para cumplir con sus obligaciones
contractuales, pero esta excusa resultaba ridícula
porque realmente estuvo en la ciudad con cinco días de
antelación.
Gente de la semana publicaría parte de la
conferencia de prensa, durante la cual ella misma se
ocuparía de denunciar todas las arbitrariedades.
Lo cierto era que la embajada de Estados Unidos había
declarado a Joséphine persona non grata y
coaccionó a aquellas tres entidades para que le
prohibieran actuar en La Habana.
Josephine volvió a la Isla en enero de 1966, como
participante especial en la Conferencia Tricontinental a
la que asistieron 500 delegados de 100 naciones de
África, Asia y América Latina. Estaba encantada con la
invitación y declaró a la prensa que aquel evento «simboliza
aquello que siempre he deseado para toda la Humanidad:
el entendimiento entre todos los continentes sin ninguna
clase de prejuicios».
Entonces, actuó en el Teatro García Lorca, y compartió
el concierto con el popular Ignacio Villa o «Bola de
Nieve», quien fue elegido como la contraparte de lo que
probó ser un programa espectacular.
Invitada por el presidente Fidel Castro, regresó en el
verano con sus hijos adoptivos para disfrutar una
estancia de unos días en una casa, ubicada en una playa
cercana a La Habana.
Con 68 años, medio siglo después de su debut en la
Revue Nègre en París, apareció en un espectáculo
retrospectivo nombrado simplemente Joséphine, en
el teatro Bobino de Montparnasse. Para ésta, su última
presentación, ensayó durante seis semanas en un show
en el cual 40 artistas contaban la historia de su vida.
El 8 de abril de 1975, participó en una gala en la que
se dio lectura a un telegrama del entonces presidente
francés Giscard d’Estaing: «Como tributo a tu talento
ilimitado y en nombre de una Francia agradecida cuyo
corazón ha tantas veces latido junto al tuyo, te envío
saludos afectuosos, querida Joséphine, en este
aniversario dorado que París celebra junto a ti».
Después de la actuación, asistió a una fiesta para 300
personas en el Hotel Bristol. La noche siguiente sufrió
una apoplejía y el 12 de abril de 1975, murió sin haber
recobrado la conciencia en el Hospital Salpêtrière de
París.
Los parisinos estaban profundamente consternados por la
muerte de su última gran diva de la escena. Más de 20
mil personas se congregaron en las calles para ver pasar
el ataúd, en procesión solemne desde el Salpêtrière
hasta la Iglesia Madeleine. Fue enterrada en el
cementerio de Mónaco con honores militares.
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Juliet Barclay
Jefa Departamento Diseño de
la Dirección de Patrimonio Cultural de la Oficina
del Historiador.
Tomado de Opus Habana,
Vol. VI, No. 2, 2002, pp. 34-41.
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