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España y Portugal unieron a dos
continentes lejanos, África y
América, con sus barcos y el
empleo sistemático de la
violencia. Traficantes de
esclavos aportaban, año tras
año, valiosos informes sobre
África: En el Mundo de que vamos
a ocuparnos, tan estrecho es el
enlace entre estos dos, que es
imposible tratar de América
prescindiendo de África. Sin
esta, jamás hubiera el Nuevo
Mundo recibido tantos millones
de negros esclavizados en el
espacio de tres centurias y
media, y sin el Nuevo Mundo
nunca se hubiera arrancado del
suelo africano tan inmensa
muchedumbre de víctimas humanas.
Esto lo dice con razón José
Antonio Saco en el libro primero
de su Historia de la
esclavitud. Los móviles que
impulsaron a las potencias a
transportar africanos hacia
América y hacerlos entrar en
relaciones con los indios, son
bien conocidos: disponer de una
masa enorme de población esclava
—negros e indios– para los
trabajos en las minas, las
plantaciones de café y caña de
azúcar, y obtener del producto
de su trabajo fabulosas
ganancias.
Durante todo el largo período
que duró el tráfico de esclavos,
Cuba fue uno de los países de
América que disponía de más rica
información sobre África.
Para hacerse una idea del vasto
caudal de conocimientos que el
país poseía sobre África basta
saber que entre 1800 y 1850, la
mayor parte de la población de
Cuba, calculada entre un millón
y un millón quinientos mil
habitantes, era africana; que
las religiones africanas tenían
muchos más fieles que la
religión católica, y que la
música de los africanos tenía
mayor número de ejecutantes y
admiradores que la música de los
españoles. Muy poco se sabía de
China, de la India, etc. África
era la pasión de los hacendados,
comerciantes, funcionarios
coloniales, banqueros y curas,
así como de todos aquellos que
estaban dominados por el
espíritu de lucro. Curas y
banqueros esperaban con
ansiedad, noche y día, la
llegada de los barcos negreros.
Los colonialistas discutían en
sus centros políticos, en el
Ayuntamiento de La Habana, en el
Consulado, en la Sociedad
Patriótica de Amigos del País,
en torno a la suerte que
correrían las industrias
azucareras y cafetaleras y los
trabajos públicos, si Inglaterra
llegara a impedir el comercio de
esclavos. Las conclusiones de
estos señores eran muy
pesimistas: si el tráfico era
realmente impedido, los
resultados no serían otros que
la ruina de los negocios.
Los hacendados tenían cierta
cultura africana; conocían
cuáles de las razas africanas
eran las más fuertes para los
trabajos agrícolas, cuáles las
más belicosas y también las más
dóciles para el trabajo
esclavista, y cuáles las más
aptas para provocar rebeliones
antiesclavistas. Conocían muchas
características de las razas de
Guinea, Nigeria, del Congo y del
Río de Oro. África interesaba
tanto que no es por casualidad
que el libro más importante
escrito durante los tres siglos
y medio de colonización se
llamara: Historia de la
esclavitud de la raza africana
en el Nuevo Mundo y en especial
en los países américo-hispanos,
de José Antonio Saco; libro que
por una de esas raras
coincidencias los historiadores
apenas citaron y los
intelectuales jamás leyeron.
El fin de la dominación colonial
española en Cuba echó un manto
de olvido sobre el continente
africano. Ya África no
interesaba económicamente, no
había, pues, ocasión de obtener
nuevos conocimientos culturales:
la esclavitud había terminado.
Los políticos y los escritores
de los tiempos de la dominación
española citaban con frecuencia
al continente africano, pero los
políticos y escritores de la
república burguesa no quisieron
jamás recordar su nombre. ¿Para
qué? La república burguesa no
necesitaba de África. Es
curioso, los mismos hacendados,
comerciantes, banqueros y curas
que durante la época colonial
pasaron noches de insomnio en
espera de los barcos negreros
cargados de riquezas humanas,
fueron los primeros que, desde
el inicio de la república,
olvidaron el continente
africano. África se convirtió en
una palabra molesta para toda la
llamada gente culta. Era una
especie de Babilonia cuyo nombre
evocaba la concupiscencia. Y
tenían razón. África era la
concupiscencia en su doble
sentido, en el de la lujuria y
en el de los apetitos de bienes
terrenales practicados por todos
estos fariseos en las
plantaciones e iglesias con los
hijos de África. Hicieron del
varón un bien, una cosa terrena,
objeto de comercio, una
mercancía, y de la hembra, un
objeto de posesión doble, de
posesión para el trabajo y de
posesión sexual. Los mismos que
en los tiempos de la colonia
española acusaron de enemigos
del rey, de la propiedad y de la
religión a aquellas pocas
personas que reprobaron el
tráfico negrero, fueron los que
durante la república burguesa
proscribieron el nombre de
África, que fue la fuente de
riqueza sobre la cual se fundó
luego la República burguesa.
Pero su nombre evocaba los
orígenes abominables de la
riqueza burguesa, y, por lo
tanto, debía ser borrada de la
vida política y cultural de
Cuba. Debían prohibirse sus
religiones, su música, sus
hábitos y costumbres, y todos
sus valores culturales de la
misma manera que en la época
colonial. Con razón dice Antonio
de las Barras y Prado en sus
Memorias de La Habana a mediados
del siglo XIX:
Enumerar los grandes crímenes
sangrientos que se han cometido
en la Tierra, sería el cuento de
nunca acabar, y no puede ser de
otro modo si se considera que
todos los que trabajan en ella,
lo hacen fuera de la Ley; desde
el esforzado capitán, hasta la
más temible marinería, compuesta
de gente que nada tiene que
perder, pero aventurera y
resuelta, todo lo que se
necesita para desafiar los
peligros que entraña este
inhumano tráfico. Como en estos
buques no reina más disciplina
que la que se impone por la
fuerza bruta, se han dado
bastantes casos de sublevarse
las tripulaciones para robar a
los capitanes el dinero que
llevaban para comprar los
negros, sucumbiendo aquellos en
desesperada lucha contra una
turba de feroces bandidos que
encallan luego el barco en
cualquier costa desierta y se
fugan por tierra. Así es, que ni
el revólver ni el cuchillo se
desprenden un momento del cinto
de los oficiales, tan bandidos
como sus marineros, y que
llevan, cuando salen a un viaje
de estos, la vida pendiente de
un hilo.
Antonio de las Barras y Prado
nos recuerda además que el
tráfico de esclavos motivaba las
más intensas emociones de la
sociedad colonial:
“Aquí, lo mismo que en todas
partes, hay muchos aficionados a
todos aquellos negocios que
aunque arriesgados producen en
un caso feliz pingües
utilidades, y de ahí nace el que
haya también personas dispuestas
a interesarse en el tráfico de
esclavos. Esto no es de
extrañar, teniendo en cuenta que
hoy se cree que constituye el
dinero la única felicidad de los
hombres, y que en la mayoría, la
idea es enriquecerse en el menor
tiempo posible sin reparar en
los medios, pues la conciencia
se ha convertido en un mito y
los escrúpulos se consideran
cosa de tontos. Esa impaciencia
por hacer dinero, que estimula
la afición a los juegos de azar
con la esperanza de conseguir en
un minuto lo que por medios
regulares y ordenados costaría
gran número de esclavos, no es
ni más ni menos que un juego de
azar en el que aparte de los
grandes riesgos de todo
contrabando, el explotador es el
banquero, y el jugador de buena
fe la víctima. En esta además,
hay otras víctimas,
constituyendo un delito de lesa
humanidad.
“Lo mismo que en las ferias o
garitos un tahúr invita a jugar
a todos los inocentes que se
presten, así hace aquí un
armador de buque negrero, salvo
rarísimas excepciones,
proyectando una expedición para
desplumar a los incautos que se
apuntan como accionistas, y este
ha sido el origen de muchas
fortunas que se han visto crecer
y desarrollarse como por ensalmo
en la isla de Cuba.
“El negocio es bastante
incitante para atraer incautos,
como puede producir doce o
quince por uno, pero tiene en
contra los cruceros ingleses y
americanos en las costas de
África, los españoles en las de
la Isla, y la vigilancia de Mr.
Crawford, cónsul inglés en La
Habana, constante denunciador a
las autoridades españolas para
que persiga en tierra las
expediciones desembarcadas. Mas
suponiendo que hayan escapado de
todos estos riesgos, queda a los
interesados otro mucho mayor e
insuperable, que es la mala fe
de los armadores.
“Para hacer más comprensibles
los procedimientos que se
emplean en esta clase de
negocios, voy a valerme de un
ejemplo. Supongamos que un
sujeto que goza de crédito en
ciertos círculos aficionados a
las cosas de azar, se presenta
un día invitando a sus amigos
con promesas halagüeñas a que
tomen parte en una expedición.
Les dice que esta no costará más
que 25 ó 30 000 pesos y que el
buque, que tiene preparado,
podrá traer con comodidad de
setecientos a ochocientos
negros, que vendidos a cuarenta
onzas y deducidos los gastos
pueden dar un resultado de diez
por uno. Les explica el
derrotero y las probabilidades
de buen éxito, pues el crucero
está algo abandonado en las
costas de África con motivo de
la guerra de Oriente y es muy
escasa la vigilancia, según
cartas de los factores, en el
paraje donde cargará el buque.
Después, cuando regrese a la
Isla, tiene un punto segurísimo
donde hacer el desembarco, y
cuenta con las autoridades y con
toda clase de medios para poner
en tierra la negrada a poca
costa. Ante proposición tan
tentadora, todos se apresuran a
entrar; el armador percibe en
metálico la parte de cada uno y
luego que el armamento está
hecho les notifica el costo de
la expedición presentando
cuentas, pues como negocio
prohibido, no se dan recibos ni
documentos de ninguna clase;
todo se hace bajo palabra, y se
han dado casos de quedarse con
el dinero y no realizar la
expedición, contra esto no queda
más recurso que una vez
descubierto el fraude, la
venganza personal.
“Una de esta clase debió ser la
ejecutada por don J. G.,
acaudalado propietario que vivía
en una hermosa casa de la calle
del Olimpo [Obispo].
“Dicho señor, cuyo capital se
había ido formando, según voz
pública, con los productos de la
trata, y quizá también con los
de otras industrias por el
estilo, era como es frecuente en
hombres pocos escrupulosos, muy
hipócrita y afectaba gran
religiosidad; era lo que se
llama vulgarmente un beato. Un
día, estando arrodillado en la
iglesia, quizás acosado por los
remordimientos, acaso pidiendo a
Dios por la difícil salvación de
su alma, no sintió que se le
acercaba por detrás un sujeto el
cual le derramó en la cabeza un
líquido que se le corrió hasta
los ojos dejándolo ciego. El
sujeto era un médico catalán a
quien había negado una cantidad
que le tenía confiada. El médico
se suicidó en la misma iglesia.
El tal don J. G., pasaba en la
sociedad por hombre respetable.
Así [sucede] con muchos aquí y
en todas partes de los que se
consideran como tales.”
¿Por qué extrañarse, pues, del
silencio tendido por la
dominación burguesa en torno al
nombre de África? ¿Por qué
extrañarse, pues, de la política
discriminatoria practicada por
la burguesía contra los
descendientes de África? ¿Por
qué, si al fin y al cabo la
burguesía republicana era
décadas atrás representante del
sistema esclavista una fracción
de la Internacional española,
que no dejó un indio con cabeza
en Cuba y arruinó su cultura?
Todas estas gentes eran parte
del clan de aventureros que
arruinó la civilización maya,
quechua, etcétera, y a millares
y millares de indígenas en toda
América.
¿Qué podía esperarse de los
protagonistas de la república
burguesa nacida entre el vicio y
el deshonor, que no tuvieron
reparos en vender su alma
colonial, su alma de
traficantes, a la nueva
Internacional de traficantes:
los monopolistas yanquis? Y,
¿por qué no iban a venderse a la
nueva Internacional si la nueva
Internacional con sede en Wall
Street, era la gran heredera de
la Casa de Contratación de
Sevilla, de la que en el pasado
los esclavistas criollos fueron
un apéndice?
La república burguesa fue la
república de los comerciantes,
de los hacendados y del clero,
es decir, de las mismas clases y
sectores que se enriquecieron
con el tráfico de esclavos
durante el sistema colonial
español en Cuba.
Todas estas gentes que dominaron
la república burguesa fueron una
importante fracción de la
Internacional del saqueo, de la
piratería y la esclavización del
continente americano. Y por esto
no tuvieron escrúpulos en
pasarse a Wall Street. ¿Qué iban
a reprocharle a Wall Street? Su
moral era la moral de la nueva
Internacional. Entonces, ¿por
qué no unirse a las gentes de su
propia calaña? Nada tenían que
reprocharle a Wall Street, a no
ser los procedimientos
utilizados a la hora de
repartirse las ganancias:
producto de la explotación de
las grandes masas del país. La
burguesía percibía la menor
parte del botín. Reproche que
desde luego no se diferenciaba
del reproche que los
terratenientes esclavistas les
hicieran a los comerciantes y a
la monarquía española.
La burguesía no sintió
remordimientos de conciencia al
pasarse con armas y bagajes a la
Internacional de Wall Street.
¿Acaso Morgan y Rockefeller no
explotaban a los indios y a los
negros con el mismo rigor y
voracidad que la Casa de
Contratación de Sevilla? ¿Acaso
las Sociedades Mercantiles de
los siglos XVI al XIX, dedicadas
al tráfico de esclavos, no
fueron las pioneras de los
monopolios modernos? Marx ha
dicho, en el “Libro Primero” de
El Capital, que el
régimen colonial da a luz las
sociedades mercantiles, dotadas
por los gobiernos de los
monopolios y de los privilegios
para asegurar la salida de sus
manufacturas y facilitar la
doble acumulación de las
mercancías, gracias al mercado
colonial. Los tesoros directos
usurpados por Europa, el trabajo
forzado de los indígenas
reducidos a la esclavitud, la
exacción, el pillaje y la
matanza, todo lo que beneficia a
la Madre Patria, se convierte en
capital.
Estos comerciantes, estos
banqueros, estos curas, estos
hacendados y estos
terratenientes cuya riqueza la
Revolución cubana acaba de
expropiar y que deambulan por
Miami y Nueva York añorando el
regreso, nada debían de
lamentar, puesto que la
Revolución les ha prestado un
gran servicio al facilitarles la
más estrecha unión con las
gentes de su propia calaña. ¿No
habían sellado su unión desde
los tiempos de Jefferson y el
acaudalado Aldama? Pues bien, ya
están como lo deseaban desde el
siglo XIX: viviendo todos en
familia.
La república burguesa solo tenía
memoria para recordar sus
“sufrimientos” del pasado, pero
no para recordar los
sufrimientos de los esclavos. En
la república burguesa solamente
se recordaban ciertas
restricciones políticas sufridas
por los hacendados durante el
siglo XIX; se recordaban los
excesos de impuestos, los toques
de campana de La Demajagua, pero
no el proceder tiránico y
bárbaro de los hacendados contra
sus esclavos. ¿Para qué recordar
la esclavitud de los negros, la
esclavitud bajo la que murieron
miles de hombres a manos de los
hacendados y sus mayorales?
¿Para qué recordar el hambre, la
miseria, los azotes, las
monstruosas torturas y las
dieciocho horas diarias de
trabajo en las plantaciones?
¿Para qué recordar el pasado de
los banqueros, de los
almacenistas, de los curas, de
los terratenientes, de toda la
gente limpia y toda la gente
culta si todos habían sido
santificados por la república
burguesa? Para el verdadero
pasado la república burguesa no
tenía memoria.
La diferencia entre el pasado de
la burguesía francesa del siglo
XVIII y el pasado de la
burguesía [cubana] salta a la
vista. La francesa hizo su
capital en el libre comercio, en
las industrias de Nantes y
Burdeos, bajo el régimen del
salario. La cubana acumuló
riquezas mediante el robo de
hombres, mujeres y niños de
otros continentes, con el azote,
el cepo, las cadenas, los
crímenes y el trabajo esclavo.
En 1902, la casi totalidad de la
población cubana se encontraba
en la miseria y solo un grupo de
personas poseía las riquezas.
¿Durante qué época las
acumularon y cómo las
acumularon? ¿Se hicieron ricos
el mismo día que el general Wood
izó la bandera cubana en el
Morro, o se hicieron ricos mucho
antes de la intervención
norteamericana? Se hicieron
ricos mucho antes. Se hicieron
ricos durante todo ese período
durante el cual fueron los
verdaderos padres de la
esclavitud.
Todo lo que pudiera dañar su
moral burguesa fue callado, y
todo lo que pudiera beneficiarla
fue invocado en la tribuna, en
el parlamento, en la universidad
y en los libros de historia: la
dominación burguesa se apoya en
la fuerza del capital y las
bayonetas, pero también en una
moral, más o menos “honorable”.
El pasado de la “burguesía” era
poco honorable. Su moral era muy
frágil, porque su moral del
pasado, su moral colonial, tenía
por fundamento la esclavitud de
los negros. Mucho terreno se
hubiera adelantado en la lucha
contra la dominación burguesa si
desde el principio de la
república, un grupo de hombres
radicales hubiera hecho recordar
de manera sistemática el origen
de las riquezas de la burguesía
y los procedimientos que
utilizaron para convertirse en
potentados. El pueblo hubiera
descubierto su verdadero rostro
detrás de la máscara de
democracia con que la burguesía
lo ocultaba. Pero como no se
hizo esto, como no se le
desenmascaró valientemente, la
burguesía gobernó con cierta
apariencia de mirlo blanco. La
llamada unión sacra entre los
cubanos, la invocación a la
república “con todos y para
todos”, la defensa de los
intereses nacionales y todas
estas palabrejas, sirvieron
maravillosamente a los fines de
la dominación burguesa.
Pues bien, aunque la dominación
burguesa en nuestro país ya es
cosa del pasado, es muy
saludable para el pueblo que
Fidel Castro le haya recordado
el pasado de la antigua clase
dominante. Este recordatorio es
muy saludable porque todavía
sobreviven en la conciencia de
muchas gentes los prejuicios y
vicios mentales que fueron
creados por las condiciones
sociales del pasado. Todavía es
útil recordar la historia
verdadera de la burguesía,
historia falseada por los
políticos, los profesores, los
historiadores, porque la
burguesía fundó su autoridad no
solo en el poder económico y
político, sino también en el
poder de las mentiras propaladas
por sus hombres cultos. Y
porque, además, muchas de esas
mentiras son tenidas hoy por
verdades, aun por aquellos que
son revolucionarios, que han
contribuido a liberar a nuestro
país de la dominación burguesa,
pero que han sido incapaces de
liberarse de todo el poder
ideológico de la burguesía. Hay
que crear en el pueblo una
conciencia histórica de ciento
cincuenta años por lo menos para
que su conciencia posea la ficha
completa de los verdaderos
personajes nacionales derribados
por la Revolución: el
terrateniente, el banquero, el
gran comerciante, los curas. Con
la ficha completa de los
personajes derribados, el pueblo
podrá más fácilmente limpiar su
conciencia de viejas
supervivencias y, liberado de
estas, construir una sociedad
más vigorosa, de más noble
salud.
Demoler las concepciones
ideológicas de la burguesía es
hacer Revolución. Los
intelectuales burgueses han
pintado con los más bellos
colores el pasado de su clase,
han idealizado el pasado de la
“burguesía” esclavista y
exagerado los méritos de esta
clase hasta lo infinito. Y todo
esto en detrimento del pasado
heroico del pueblo, y para
beneficio de los propios
intelectuales encargados de
mentir. Hay que esclarecer el
papel jugado por el
terrateniente esclavista, por el
dueño de ingenio durante la
dominación colonial; el papel de
esta clase dominante, el papel
de este activo instrumento de la
dominación colonial, de ese
terrateniente esclavista que
hasta en la etapa inmediata a
1868 no jugó otro papel que el
de freno del progreso y la
independencia nacionales.
Hay que esclarecer el siglo XIX
esclavista, porque es
precisamente durante este siglo
que la ociosidad es más
elocuente. La burguesía tenía
sus historiadores, sus
periodistas, sus profesores que
escribían fábulas heroicas sobre
ella para que el pueblo las
tomara por realidades y
justificara su dominación. Es
por todas estas razones que el
siglo XIX necesita revisión.
Dioses de barro superviven como
una realidad en la conciencia de
nuestro pueblo revolucionario.
Figuras oscuras, esclavistas de
la peor especie, como Arango y
Parreño; esclavistas
atormentados como José Antonio
Saco y Luz Caballero, enemigos
de las revoluciones y de la
convivencia democrática, han
sido elevados a la categoría de
dioses nacionales por los
historiadores, profesores y
políticos burgueses.
La Revolución no puede tener por
dioses nacionales a estos
hombres, los mismos hombres que
fueron elevados por la burguesía
a la categoría de dioses
nacionales.
Estos hombres son representantes
del colonialismo español;
reforzaron el colonialismo
español por todos los medios,
por el peor de los medios: la
esclavitud.
En ningún momento se
interrogaron sobre la esclavitud
y el colonialismo español. No
aportaron ni una sola idea
progresista en favor de la
nacionalidad; fueron fieles al
colonialismo español hasta el
fin de sus días. José Antonio
Saco por ejemplo, el hombre
polémico, fue un enemigo de la
revolución de 1868. No hay por
qué confundir, como suelen
hacerlo algunos revolucionarios
de izquierda, las
contradicciones entre los
diferentes grupos esclavistas
con la nacionalidad ni con la
cultura nacional. No hay por qué
exagerar el papel de estas
contradicciones como factor de
desintegración del sistema
colonial español. Y por otra
parte, si las condiciones
anteriores a 1868 entre los
grupos de esclavistas y el
sistema colonial español
contribuyeron a formar la
nacionalidad cubana, esto no
quiere decir que los mencionados
señores sean nacionalistas. Una
cosa son las contradicciones
clasistas dentro de un sistema
social y otra las ideas que los
hombres se forjen en torno a
estas contradicciones. Una de
las tareas del escritor
revolucionario de hoy día es
poner bien en claro nuestro
pasado histórico. La claridad en
nuestro pasado es una de
nuestras grandes tareas
revolucionarias en el aspecto
ideológico. Mientras reine la
confusión sobre nuestro pasado
ideológico, estaremos
padeciendo, como decía Carlos
Marx con respecto a la
revolución de 1848 en Francia no
solo de los males del presente,
sino también de los del pasado.
Sobre todo de esto insistiremos
más adelante.
En el 2006, 45 años después de
su primera aparición en 1961,
fue publicado nuevamente Cómo
surgió la cultura nacional,
por Ediciones Bachiller, de la
Biblioteca Nacional José Martí. |