Cómo surgió la cultura nacional (capítulo 1)*
Walterio Carbonell
English
translation:
http://www.walterlippmann.com/docs1984,html
España y Portugal unieron a dos
continentes lejanos, Africa y América, con sus barcos y el empleo sistemático de
la violencia. Traficantes de esclavos aportaban, año tras año, valiosos informes
sobre Africa: En el Mundo de que vamos a ocuparnos, tan estrecho es el enlace
entre estos dos, que es imposible tratar de América prescindiendo de Africa. Sin
esta, jamás hubiera el Nuevo Mundo recibido tantos millones de negros
esclavizados en el espacio de tres centurias y media, y sin el Nuevo Mundo nunca
se hubiera arrancado del suelo africano tan inmensa muchedumbre de víctimas
humanas. Esto lo dice con razón José Antonio Saco en el libro primero de su
Historia de la esclavitud. Los móviles que impulsaron a las potencias a
transportar africanos hacia América y hacerlos entrar en relaciones con los
indios, son bien conocidos: disponer de una masa enorme de población esclava
--negros e indios– para los trabajos en las minas, las plantaciones de café y
caña de azúcar, y obtener del producto de su trabajo fabulosas ganancias.
Durante todo el largo período que
duró el tráfico de esclavos, Cuba fue uno de los países de América que disponía
de más rica información sobre Africa.
Para hacerse una idea del vasto
caudal de conocimientos que el país poseía sobre Africa basta saber que entre
1800 y 1850, la mayor parte de la población de Cuba, calculada entre un millón y
un millón quinientos mil habitantes, era africana; que las religiones africanas
tenían muchos más fieles que la religión católica, y que la música de los
africanos tenía mayor número de ejecutantes y admiradores que la música de los
españoles. Muy poco se sabía de China, de la India, etc. Africa era la pasión de
los hacendados, comerciantes, funcionarios coloniales, banqueros y curas, así
como de todos aquellos que estaban dominados por el espíritu de lucro. Curas y
banqueros esperaban con ansiedad, noche y día, la llegada de los barcos
negreros. Los colonialistas discutían en sus centros políticos, en el
Ayuntamiento de La Habana, en el Consulado, en la Sociedad Patriótica de Amigos
del País, en torno a la suerte que correrían las industrias azucareras y
cafetaleras y los trabajos públicos, si Inglaterra llegara a impedir el comercio
de esclavos. Las conclusiones de estos señores eran muy pesimistas: si el
tráfico era realmente impedido, los resultados no serían otros que la ruina de
los negocios.
Los hacendados tenían cierta cultura africana; conocían cuáles de las razas
africanas eran las más fuertes para los trabajos agrícolas, cuáles las más
belicosas y también las más dóciles para el trabajo esclavista, y cuáles las más
aptas para provocar rebeliones antiesclavistas. Conocían muchas características
de las razas de Guinea, Nigeria, del Congo y del Río de Oro. Africa interesaba
tanto que no es por casualidad que el libro más importante escrito durante los
tres siglos y medio de colonización se llamara: Historia de la esclavitud de
la raza africana en el Nuevo Mundo y en especial en los países américo-hispanos,
de José Antonio Saco; libro que por una de esas raras coincidencias los
historiadores apenas citaron y los intelectuales jamás leyeron.
El fin de la dominación colonial española en Cuba echó un manto de olvido sobre
el continente africano. Ya Africa no interesaba económicamente, no había pues,
ocasión de obtener nuevos conocimientos culturales: la esclavitud había
terminado. Los políticos y los escritores de los tiempos de la dominación
española citaban con frecuencia al continente africano, pero los políticos y
escritores de la república burguesa no quisieron jamás recordar su nombre. ¿Para
qué? La república burguesa no necesitaba de Africa. Es curioso, los mismos
hacendados, comerciantes, banqueros y curas que durante la época colonial
pasaron noches de insomnio en espera de los barcos negreros cargados de riquezas
humanas, fueron los primeros que, desde el inicio de la república, olvidaron el
continente africano. Africa se convirtió en una palabra molesta para toda la
llamada gente culta. Era una especie de Babilonia cuyo nombre evocaba la
concupiscencia. Y tenían razón. Africa era la concupiscencia en su doble
sentido, en el de la lujuria y en el de los apetitos de bienes terrenales
practicados por todos estos fariseos en las plantaciones e iglesias con los
hijos de Africa. Hicieron del varón un bien, una cosa terrena, objeto de
comercio, una mercancía, y de la hembra, un objeto de posesión doble, de
posesión para el trabajo y de posesión sexual. Los mismos que en los tiempos de
la colonia española acusaron de enemigos del rey, de la propiedad y de la
religión a aquellas pocas personas que reprobaron el tráfico negrero, fueron los
que durante la república burguesa proscribieron el nombre de Africa, que fue la
fuente de riqueza sobre la cual se fundó luego la República burguesa. Pero su
nombre evocaba los orígenes abominables de la riqueza burguesa, y por lo tanto
debía ser borrada de la vida política y cultural de Cuba. Debían prohibirse sus
religiones, su música, sus hábitos y costumbres, y todos sus valores culturales
de la misma manera que en la época colonial. Con razón dice Antonio de las
Barras y Prado en sus Memorias de La Habana a mediados del siglo XIX:
Enumerar los grandes crímenes sangrientos que se han cometido en la Tierra, sería el cuento de nunca acabar, y no puede ser de otro modo si se considera que todos los que trabajan en ella, lo hacen fuera de la Ley; desde el esforzado capitán, hasta la más temible marinería, compuesta de gente que nada tiene que perder, pero aventurera y resuelta, todo lo que se necesita para desafiar los peligros que entraña este inhumano tráfico. Como en estos buques no reina más disciplina que la que se impone por la fuerza bruta, se han dado bastantes casos de sublevarse las tripulaciones para robar a los capitanes el dinero que llevaban para comprar los negros, sucumbiendo aquellos en desesperada lucha contra una turba de feroces bandidos que encallan luego el barco en cualquier costa desierta y se fugan por tierra. Así es, que ni el revólver ni el cuchillo se desprenden un momento del cinto de los oficiales, tan bandidos como sus marineros, y que llevan, cuando salen a un viaje de estos, la vida pendiente de un hilo.
Antonio de las Barras y Prado nos
recuerda además que el tráfico de esclavos motivaba las más intensas emociones
de la sociedad colonial:
“Aquí, lo mismo que en todas partes, hay muchos aficionados a todos aquellos
negocios que aunque arriesgados producen en un caso feliz pingües utilidades, y
de ahí nace el que haya también personas dispuestas a interesarse en el tráfico
de esclavos. Esto no es de extrañar, teniendo en cuenta que hoy se cree que
constituye el dinero la única felicidad de los hombres, y que en la mayoría, la
idea es enriquecerse en el menor tiempo posible sin reparar en los medios, pues
la conciencia se ha convertido en un mito y los escrúpulos se consideran cosa de
tontos. Esa impaciencia por hacer dinero, que estimula la afición a los juegos
de azar con la esperanza de conseguir en un minuto lo que por medios regulares y
ordenados costaría gran número de esclavos, no es ni más ni menos que un juego
de azar en el que aparte de los grandes riesgos de todo contrabando, el
explotador es el banquero, y el jugador de buena fe la víctima. En esta además,
hay otras víctimas, constituyendo un delito de lesa humanidad.
“Lo mismo que en las ferias o
garitos un tahúr invita a jugar a todos los inocentes que se presten, así hace
aquí un armador de buque negrero, salvo rarísimas excepciones, proyectando una
expedición para desplumar a los incautos que se apuntan como accionistas, y este
ha sido el origen de muchas fortunas que se han visto crecer y desarrollarse
como por ensalmo en la isla de Cuba.
“El negocio es bastante incitante
para atraer incautos, como puede producir doce o quince por uno, pero tiene en
contra los cruceros ingleses y americanos en las costas de Africa, los españoles
en las de la Isla, y la vigilancia de Mr. Crawford, cónsul inglés en La Habana,
constante denunciador a las autoridades españolas para que persiga en tierra las
expediciones desembarcadas. Mas suponiendo que hayan escapado de todos estos
riesgos, queda a los interesados otro mucho mayor e insuperable, que es la mala
fe de los armadores.
“Para hacer más comprensibles los
procedimientos que se emplean en esta clase de negocios, voy a valerme de un
ejemplo. Supongamos que un sujeto que goza de crédito en ciertos círculos
aficionados a las cosas de azar, se presenta un día invitando a sus amigos con
promesas halagüeñas a que tomen parte en una expedición. Les dice que esta no
costará más que veinticinco o treinta mil pesos y que el buque, que tiene
preparado, podrá traer con comodidad de setecientos a ochocientos negros, que
vendidos a cuarenta onzas y deducidos los gastos pueden dar un resultado de diez
por uno. Les explica el derrotero y las probabilidades de buen éxito, pues el
crucero está algo abandonado en las costas de Africa con motivo de la guerra de
Oriente y es muy escasa la vigilancia, según cartas de los factores, en el
paraje donde cargará el buque. Después, cuando regrese a la Isla, tiene un punto
segurísimo donde hacer el desembarco, y cuenta con las autoridades y con toda
clase de medios para poner en tierra la negrada a poca costa. Ante proposición
tan tentadora, todos se apresuran a entrar; el armador percibe en metálico la
parte de cada uno y luego que el armamento está hecho les notifica el costo de
la expedición presentando cuentas, pues como negocio prohibido, no se dan
recibos ni documentos de ninguna clase; todo se hace bajo palabra, y se han dado
casos de quedarse con el dinero y no realizar la expedición, contra esto no
queda más recurso que una vez descubierto el fraude, la venganza personal. “Una
de esta clase debió ser la ejecutada por don J. G., acaudalado propietario que
vivía en una hermosa casa de la calle del Olimpo [Obispo].
“Dicho señor, cuyo capital se había
ido formando, según voz pública, con los productos de la trata, y quizás también
con los de otras industrias por el estilo, era como es frecuente en hombres
pocos escrupulosos, muy hipócrita y afectaba gran religiosidad; era lo que se
llama vulgarmente un beato. Un día, estando arrodillado en la iglesia, quizás
acosado por los remordimientos, acaso pidiendo a Dios por la difícil salvación
de su alma, no sintió que se le acercaba por detrás un sujeto el cual le derramó
en la cabeza un líquido que se le corrió hasta los ojos dejándolo ciego. El
sujeto era un médico catalán a quien había negado una cantidad que le tenía
confiada. El médico se suicidó en la misma iglesia. El tal don J. G., pasaba en
la sociedad por hombre respetable. Así [sucede] con muchos aquí y en todas
partes de los que se consideran como tales.”
¿Por qué extrañarse, pues, del silencio tendido por la dominación burguesa en torno al nombre de Africa? ¿Por qué extrañarse, pues, de la política discriminatoria practicada por la burguesía contra los descendientes de Africa? ¿Por qué, si al fin y al cabo la burguesía republicana era décadas atrás representante del sistema esclavista una fracción de la Internacional española, que no dejó un indio con cabeza en Cuba y arruinó su cultura? Todas estas gentes eran parte del clan de aventureros que arruinó la civilización maya, quechua, etcétera, y a millares y millares de indígenas en toda América.
¿Qué podía esperarse de los protagonistas de la república burguesa nacida entre el vicio y el deshonor, que no tuvieron reparos en vender su alma colonial, su alma de traficantes, a la nueva Internacional de traficantes: los monopolistas yanquis? Y, ¿por qué no iban a venderse a la nueva Internacional si la nueva Internacional con sede en Wall Street, era la gran heredera de la Casa de Contratación de Sevilla, de la que en el pasado los esclavistas criollos fueron un apéndice?
La república burguesa fue la república de los comerciantes, de los hacendados y del clero, es decir, de las mismas clases y sectores que se enriquecieron con el tráfico de esclavos durante el sistema colonial español en Cuba.
Todas estas gentes que dominaron la república burguesa fueron una importante fracción de la Internacional del saqueo, de la piratería y la esclavización del continente americano. Y es por esto que no tuvieron escrúpulos en pasarse a Wall Street. ¿Qué iban a reprocharle a Wall Street? Su moral era la moral de la nueva Internacional. Entonces, ¿por qué no unirse a las gentes de su propia calaña? Nada tenían que reprocharle a Wall Street, a no ser los procedimientos utilizados a la hora de repartirse las ganancias: producto de la explotación de las grandes masas del país. La burguesía percibía la menor parte del botín. Reproche que desde luego no se diferenciaba del reproche que los terratenientes esclavistas les hicieran a los comerciantes y a la monarquía española.
La burguesía no sintió
remordimientos de conciencia al pasarse con armas y bagajes a la Internacional
de Wall Street. ¿Acaso Morgan y Rockefeller no explotaban a los indios y a los
negros con el mismo rigor y voracidad que la Casa de Contratación de Sevilla?
¿Acaso las Sociedades Mercantiles de los siglos XVI al XIX, dedicadas al tráfico
de esclavos, no fueron las pioneras de los monopolios modernos? Marx ha dicho,
en el “Libro Primero” de El Capital, que el régimen colonial da a luz las
sociedades mercantiles, dotadas por los gobiernos de los monopolios y de los
privilegios para asegurar la salida de sus manufacturas y facilitar la doble
acumulación de las mercancías, gracias al mercado colonial. Los tesoros directos
usurpados por Europa, el trabajo forzado de los indígenas reducidos a la
esclavitud, la exacción, el pillaje y la matanza, todo lo que beneficia a la
Madre Patria, se convierte en capital.
Estos comerciantes, estos banqueros,
estos curas, estos hacendados y estos terratenientes cuya riqueza la Revolución
cubana acaba de expropiar y que deambulan por Miami y Nueva York añorando el
regreso, nada debían de lamentar, puesto que la Revolución les ha prestado un
gran servicio al facilitarles la más estrecha unión con las gentes de su propia
calaña. ¿No habían sellado su unión desde los tiempos de Jefferson y el
acaudalado Aldama? Pues bien, ya están como lo deseaban desde el siglo XIX:
viviendo todos en familia.
La república burguesa sólo tenía
memoria para recordar sus “sufrimientos” del pasado, pero no para recordar los
sufrimientos de los esclavos. En la república burguesa solamente se recordaban
ciertas restricciones políticas sufridas por los hacendados durante el siglo XIX;
se recordaban los excesos de impuestos, los toques de campana de La Demajagua,
pero no el proceder tiránico y bárbaro de los hacendados contra sus esclavos.
¿Para qué recordar la esclavitud de los negros, la esclavitud bajo la que
murieron miles de hombres a manos de los hacendados y sus mayorales? ¿Para qué
recordar el hambre, la miseria, los azotes, las monstruosas torturas y las
dieciocho horas diarias de trabajo en las plantaciones? ¿Para qué recordar el
pasado de los banqueros, de los almacenistas, de los curas, de los
terratenientes, de toda la gente limpia y toda la gente culta si todos habían
sido santificados por la república burguesa? Para el verdadero pasado la
república burguesa no tenía memoria.
La diferencia entre el pasado de la
burguesía francesa del siglo XVIII y el pasado de la burguesía [cubana] salta a
la vista. La francesa hizo su capital en el libre comercio, en las industrias de
Nantes y Burdeos, bajo el régimen del salario. La cubana acumuló riquezas
mediante el robo de hombres, mujeres y niños de otros continentes, con el azote,
el cepo, las cadenas, los crímenes y el trabajo esclavo.
En 1902, la casi totalidad de la
población cubana se encontraba en la miseria y sólo un grupo de personas poseía
las riquezas. ¿Durante qué época las acumularon y cómo las acumularon? ¿Se
hicieron ricos el mismo día que el general Wood izó la bandera cubana en el
Morro, o se hicieron ricos mucho antes de la intervención norteamericana? Se
hicieron ricos mucho antes. Se hicieron ricos durante todo ese período durante
el cual fueron los verdaderos padres de la esclavitud.
Todo lo que pudiera dañar su moral burguesa fue callado, y todo lo que pudiera beneficiarla fue invocado en la tribuna, en el parlamento, en la universidad y en los libros de historia: la dominación burguesa se apoya en la fuerza del capital y las bayonetas, pero también en una moral, más o menos “honorable”. El pasado de la “burguesía” era poco honorable. Su moral era muy frágil, porque su moral del pasado, su moral colonial, tenía por fundamento la esclavitud de los negros. Mucho terreno se hubiera adelantado en la lucha contra la dominación burguesa si desde el principio de la república, un grupo de hombres radicales hubiera hecho recordar de manera sistemática el origen de las riquezas de la burguesía y los procedimientos que utilizaron para convertirse en potentados. El pueblo hubiera descubierto su verdadero rostro detrás de la máscara de democracia con que la burguesía lo ocultaba. Pero como no se hizo esto, como no se le desenmascaró valientemente, la burguesía gobernó con cierta apariencia de mirlo blanco. La llamada unión sacra entre los cubanos, la invocación a la república “con todos y para todos”, la defensa de los intereses nacionales y todas estas palabrejas, sirvieron maravillosamente a los fines de la dominación burguesa.
Pues bien, aunque la dominación
burguesa en nuestro país ya es cosa del pasado, es muy saludable para el pueblo
que Fidel Castro le haya recordado el pasado de la antigua clase dominante. Este
recordatorio es muy saludable porque todavía sobreviven en la conciencia de
muchas gentes los prejuicios y vicios mentales que fueron creados por las
condiciones sociales del pasado. Todavía es útil recordar la historia verdadera
de la burguesía, historia falseada por los políticos, los profesores, los
historiadores, porque la burguesía fundó su autoridad no sólo en el poder
económico y político, sino también en el poder de las mentiras propaladas por
sus hombres cultos. Y porque, además, muchas de esas mentiras son tenidas hoy
por verdades, aun por aquellos que son revolucionarios, que han contribuido a
liberar a nuestro país de la dominación burguesa, pero que han sido incapaces de
liberarse de todo el poder ideológico de la burguesía. Hay que crear en el
pueblo una conciencia histórica de ciento cincuenta años por lo menos para que
su conciencia posea la ficha completa de los verdaderos personajes nacionales
derribados por la Revolución: el terrateniente, el banquero, el gran
comerciante, los curas. Con la ficha completa de los personajes derribados, el
pueblo podrá más fácilmente limpiar su conciencia de viejas supervivencias y,
liberado de estas, construir una sociedad más vigorosa, de más noble salud.
Demoler las concepciones ideológicas de la burguesía es hacer Revolución.
Los intelectuales burgueses han pintado con los
más bellos colores el pasado de su clase, han idealizado el pasado de la
“burguesía” esclavista y exagerado los méritos de esta clase hasta lo
infinito. Y todo esto en detrimento del pasado heroico del pueblo, y para
beneficio de los propios intelectuales encargados de mentir. Hay que esclarecer
el papel jugado por el terrateniente esclavista, por el dueño de ingenio durante
la dominación colonial; el papel de esta clase dominante, el papel de este
activo instrumento de la dominación colonial, de ese terrateniente esclavista
que hasta en la etapa inmediata a 1868 no jugó otro papel que el de freno del
progreso y la independencia nacionales.
Hay que esclarecer el siglo XIX
esclavista, porque es precisamente durante este siglo que la ociosidad es más
elocuente. La burguesía tenía sus historiadores, sus periodistas, sus profesores
que escribían fábulas heroicas sobre ella para que el pueblo las tomara por
realidades y justificara su dominación. Es por todas estas razones que el siglo
XIX necesita revisión. Dioses de barro superviven como una realidad en la
conciencia de nuestro pueblo revolucionario. Figuras oscuras, esclavistas de la
peor especie, como Arango y Parreño; esclavistas atormentados como José Antonio
Saco y Luz Caballero, enemigos de las revoluciones y de la convivencia
democrática, han sido elevados a la categoría de dioses nacionales por los
historiadores, profesores y políticos burgueses.
La Revolución no puede tener por
dioses nacionales a estos hombres, los mismos hombres que fueron elevados por la
burguesía a la categoría de dioses nacionales.
Estos hombres son representantes del colonialismo español; reforzaron el colonialismo español por todos los medios, por el peor de los medios: la esclavitud. En ningún momento se interrogaron sobre la esclavitud y el colonialismo español. No aportaron ni una sola idea progresista en favor de la nacionalidad; fueron fieles al colonialismo español hasta el fin de sus días. José Antonio Saco por ejemplo, el hombre polémico, fue un enemigo de la revolución de 1868. No hay por qué confundir, como suelen hacerlo algunos revolucionarios de izquierda, las contradicciones entre los diferentes grupos esclavistas con la nacionalidad ni con la cultura nacional. No hay por qué exagerar el papel de estas contradicciones como factor de desintegración del sistema colonial español. Y por otra parte, si las condiciones anteriores a 1868 entre los grupos de esclavistas y el sistema colonial español contribuyeron a formar la nacionalidad cubana, esto no quiere decir que los mencionados señores sean nacionalistas. Una cosa son las contradicciones clasistas dentro de un sistema social y otra las ideas que los hombres se forjen en torno a estas contradicciones. Una de las tareas del escritor revolucionario de hoy día es poner bien en claro nuestro pasado histórico. La claridad en nuestro pasado es una de nuestras grandes tareas revolucionarias en el aspecto ideológico. Mientras reine la confusión sobre nuestro pasado ideológico, estaremos padeciendo, como decía Carlos Marx con respecto a la revolución de 1848 en Francia, no sólo de los males del presente sino también de los del pasado. Sobre todo esto insistiremos más adelante.
* En el 2006, cuarenticinco años después de su primera aparición en 1961, fue publicado nuevamente Cómo surgió la cultura nacional, por Ediciones Bachiller, de la Biblioteca Nacional José Martí.