BARTOLOMÉ MASÓ,
Granma.— La frase surcó el auditorio sin
provocar murmullos. Quizá fue enunciada tan
rápido que pocos captaron su esencia: «Hay que
reunirse cuantas veces sea necesario, cuando
surja cualquier problema... para debatirlo».
Al escucharla me
vino a la memoria un viejo cuento relativo al
fuego en una casa: ante las llamas alguien
propuso una asamblea con el objetivo de «analizar
los procedimientos y mecanismos» para apagarlas.
Y así, mientras
el debate iba y venía con sus correspondientes «acuerdos
elevados a instancias superiores», la
construcción se hizo cenizas.
Tal vez el joven
que defendió aquella idea en la asamblea de
balance de la UJC en Bartolomé Masó no estaba
llamando al «reunionismo» desmedido, ese bichito
que tantos fuegos de otro tipo ha dejado de
apagar en la sociedad.
A lo mejor
procuraba decir que los problemas no deben
ocultarse —o ventilarse entre chismes de pasillo,
como también sucede.
El punto
discutible de su disertación estaba, sin duda,
en creer a ultranza que «reunirse cuantas veces
sea necesario» implica obligatoriamente la
solución de lo humano y lo divino.
Si he convertido
sus palabras en el centro de estas notas es
porque él no parece ser el único que filosofa
así. Incontables personas, al ver la mancha en
el horizonte, actúan con: «Esto hay que llevarlo
a una reunión» o «Lo voy a plantear en la
próxima reunión».
¿Y cuántas veces
dejamos que el que anda por caminos quebrados
«explote» para después «hacerlo piezas» en la
reunión? ¿Es obligatorio reunirse para sacar el
sofá roto que estorba en medio del camino?
Con frecuencia no
hace falta la solemnidad entre paredes para
desbaratar una roca, una valla, un viejo monte
de espinas.
No ha de
esperarse siempre a la congregación para
criticar al zángano que come toda la miel de la
colmena o para machacarle al moroso que su
lentitud atasca al pelotón en la carrera.
Por otra parte,
el «vamos a reunirnos» ahora y ahorita por esto
y por aquello crea cierto pavor entre la gente,
y eso funciona como veneno contra las
soluciones.
El propio
muchacho reconocía estas ideas de soslayo cuando
apuntaba que, pese a su filosofía, en su
organización de base «todavía tenemos
dificultades con el funcionamiento».
Otra pregunta
sería prudente en esta cuerda ¿El fin de la
reunión es el debate teórico o la resolución
práctica de las dificultades? Quizá ambas cosas.
Pero la segunda tiene que ser imprescindible, la
otra parece secundaria.
Precisamente en
esta asamblea una joven, Maidolis Rodríguez,
citaba a priori, casi sin querer, el «trabajo
hombre a hombre», un concepto que en numerosas
ocasiones se evapora en la monotonía cotidiana.
¿Cómo enfocamos
ese trabajo?, se cuestionaba ella. Luego se
respondía que «no se puede tener miedo a hablar
con los individuos diferenciadamente».
Mientras Maritza
Figueredo, segunda secretaria de la Juventud en
Granma, agregaba un punto de vista relacionado
con el precedente: la formación ideológica —de
los jóvenes o de los viejos— depende de las
motivaciones que sepamos despertar.
Si esos preceptos
se tuvieran en cuenta cada día, de seguro serían
menos las «reuniones imprescindibles» (casi
siempre largas), que no apagan ningún fuego ni
aportan entusiasmo al corazón.